Dora Lloret
El siguiente relato no está basado en un hecho real, sólo es una suposición. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Los papeles definidos para hombre y mujer pueden ser invertidos.
Con el salto de garrocha, aparezco sentada en mi cama. Dormida y desconcertada miro fijo el reloj con los ojos nublados por el cielo de Grecia. Cuando alcanzo a distinguir que me dormí media hora, maldigo la segunda oportunidad que me dieron en los sueños olímpicos.
Otro salto (pero ahora real) hace evidente que sólo soy competente para soñar esos esfuerzos. Pero no tengo excusas; con media hora de retraso voy a perder ese trabajo que busqué por tanto tiempo.
Mientras intento vestirme pienso -¿cómo será el cliente?, tenía voz de joven...(suspendo el pensamiento). No encuentro el pantalón.
-¿Má?, ¿viste mi pantalón negro?.
- ¡Qué se yo!, buscalo vos que estoy apurada.
- ¡Pero aquí no está!
- ¡Ahh!, está para planchar.
Dios mío, empiezo mal. A ver, busco una camisa...¡bué!, está algo achicharradita, ya que plancho el pantalón le doy también una pasada. Las sandalias. ¡La pucha!, ¡qué tierra que tienen!. Tal vez con un cepillo alcance. Obvio que no, trapito y pomada, los dedos me quedaron una negrada. Mucho jabón y ocho litros de agua me dejaron como salida de las Cataratas del Niágara (como te extraño, gomita del Paint).
Bajo rajando las escaleras, chancleteando las brillantes sandalitas negras. Abro la tabla de planchar y me pierdo entre la ropa destinada al lifting.
Quiero enchufar la plancha ¿dónde está el maldito adaptador?. Entre comedor y comedor pico unas galletitas. Las ocho y cuarto ¡me dejé la camisa arriba! Chancletazos otra vez, subo los escalones de a tres. Con el trofeo ganado bajo por el pasamanos. Con la plancha calentita y muy poco amor, plancho las piernas de a dos y dejo para otro día el cuello de la camisa.
Corro al baño y, en dos segundos, tengo el peinado despeinado más moderno. Maquillaje al natural, casi me olvido de los dientes. En diez tengo que estar con el cliente y ni una moneda para el taxi. Agarro la cartera y al son de "Carrozas de fuego" cruzo la linea esperada con alardes victoriosos que destruyo cuando recuerdo que recién salí de casa. La luz me mata los ojos más cerrados que abiertos. Me olvidé los anteojos de sol (cómo te extraño botoncito para el brillo del monitor)
Las piernas no me alcanzan para hacer pasos más grandes y me siento toda una atleta... de 202 años. Por un milagro de Dios llego al encuentro en punto y el sudor que me rodea la nariz me cae justo, cuando un elegante señor abre la puerta del bar. Agitada le pregunto -¿señor Portal?
Recorrida por los ojos negros, le corto la inspiración -Dora Lloret. Con la mano extendida -Víctor De la Puerta. Roja como un clavel -disculpe, lo confundí.
Entro y me siento ahí, en la primera mesa que veo, cuando abre la puerta mi Romeo. Trajecito oscuro, la cara tostada, lo persigo con la mirada y aunque sus ojos me esquivan, finalmente se posan en mí. Giro la cabeza a un costado mientras lo sigo mirando de lado y no sé para dónde huir cuando veo que se acerca hasta aquí.
-¿Dora Lloret?
(¡Dios mío!, ¡te estuve buscando toda esta vida insulsa!) Morada como una violeta, tartamuda como sólo yo: -Señor Portal
- Por favor, Julián.
Con esa risita nerviosa, dirá que soy una babosa -¡jé, jé! Julián. Mientras se sienta lo examino y controlo esos desatinos que me pongan en evidencia. Tomo aire y con paciencia voy recuperando la calma.
-¿Dos cafés?
- Dos cafés
- Bueno vayamos al grano
(¿Grano?, ¿dónde?, ¿en la nariz o la mejilla?)
- ¿Dora?
- Eh, eh, sí... perdón
- ¿Estás bien?
- Sí, vayamos al grano.
Lo miro con atención para escucharlo mejor, pero me pierdo en sus ojos con la primera frase que dice. Pecando de enamorada, me perdí cada palabra, pero alcanzo a oir una que me pone en alerta. Cambio mi mirada a neutral y agudizo mi oido. ¡Jamás nadie ha dicho semejantes bobadas!.
Triste y desencantada, enfatizo mi cara de embole. ¿Puede ser que no lo note? Me habla re-canchero y dice frases de ganador como sólo un experto perdedor es capaz de hacerlo. Sin cambiar mi gesto y evitando las sonrisas, adivino los motivos de tanta elegancia en un hombre que de ignorancia no entiende ni jota. Imagino su silencio, y encarno todas las muecas de desprecio que se me pasan por la mente, pero este indigente de cordura no piensa callarse y yo, al borde de la locura, me levanto casi sonámbula, me dirijo hacia la puerta y... ¡me voy!
Con una gran sonrisa, disfruto de mi suerte por haber podido huir y trato de no oir sus llamados desde el bar. Yo conseguí zafar, ahora que se lo aguante otro que piense que detrás de un rostro hermoso hay un gran cliente.
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